Intervención de un alma homicida
Por Virdiana Nárud
He leído tu conferencia. Hermosa, en verdad. También inútil
en su conjunto. No deja de sorprenderme, a pesar de los años de conocerte, tu
capacidad de decir lo que otras personas quieren escuchar y cómo eres capaz de guardar silencio ante tus más
profundos sentimientos. Una pena, porque de enfrentarte a tu verdadera
naturaleza conocerías a gente más honesta. Tu obsesión.
Conozco cada parte de ti, no sólo tus pensamientos ocultos,
también la flacidez de tu carne y cómo te avergüenza verte en la cama desnudo.
Para mí ese tu divino encanto. Recuerdo verte en casa de tus padres
perfectamente vestido, con una camisa de algodón que me encantaba por su
textura suave, un pantalón caqui perfectamente planchado y cómo a pesar de la
belleza de tu atuendo tu cuerpo se veía muerto. Por eso te encerré en el baño y
te bajé los pantalones. Quería que no sintieras vergüenza de ti, de tu
verdadera belleza.
Sé que tus padres me consideraban una aversión, que hubiese
sido vergonzoso que te casaras conmigo y, peor aún, que tuvieras hijos conmigo.
Vi tu cara cuando te dije que mi vientre era estéril y que jamás ni tú ni
ningún hombre podrían sacarme un hijo. También creo que tu lástima, porque no
podría llamarla compasión, te obligaba a regresar a mí. Yo lo sabía y por este
motivo mis caminatas nocturnas eran cada vez más prolongadas. No deseaba
acostarme junto a un hombre que obedecía a un bien moral.
Querido, la moral tiene defectos, me enferma. No has
comprendido que ésta metafísica tiene por naturaleza una incapacidad de
conciliar la vida real con el ideal. Crea una culpa, el más grave atentado de
la moral: la culpa por la existencia. El pecado original se crea cuando Eva y
Adán son conscientes de su desnudes, de su duda. Somos carne y verbo. Tú
pretendías reducirme al máximo ideal. Yo soy puro instinto, eso que rechazas. No sé si he enloquecido por haberte conocido o era una latente en mi comportamiento infantil que no pude superar. Han pasado meses desde nuestra última ruptura. Te he escrito cientos de cartas. Sé que las lees porque no las regresas. También hablé con tu madre. Al final supo quererme. Admira mi capacidad de hablar de distintos autores y que entretenga a sus invitados con mis pláticas. Quedó atrás la vergüenza de que pronunciara algo incorrecto. Ahora cree que soy una idealista, pero yo soy una mujer de voluntad mí querido, que en su naturaleza es amoral. Estoy dispuesta a todo por aquello en lo que creo. Alguna vez leí el discurso de Allende que decía: “Vale la pena morir por todo aquello sin lo cual no vale la pena vivir”, a los pocos días se dio un disparo que atravesó su cráneo. ¿Te molesta?
Creerás que soy una romántica, pero yo no lo veo así. La sociedad en su más grande expresión cultural y lúcida me parece fría, una vida sin instintos es enfermedad pura. Veo a la realidad es su más profunda y oscura expresión. Al pedirme que formara parte de tu vida, que me dijiste que rechazabas la idea de tener hijos y hacer de mí tu esposa, me causó terror. No pertenezco a tu mundo. Tu madre me quiere por mi intelecto frío, tú por lo que podrías hacer de mí. Entre tú y yo siempre intervino el futuro.
El tiempo de los amantes, querido, no pertenece al
tiempo concreto de los hombres. Tú eras la medida del mío, aún continúas
siéndolo. Mi pensamiento en ti, mi energía en ti. Es la ausencia de toda vida mi medicina.
21 de agosto…
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