Tardes de Zurich

Por Viridiana Nárud

¿Recuerdas esa tarde en la casa de verano de Zurich? Mi padre nos enviaba ahí cuando no quería que nos enteráramos de “sus cosas”. Como si el salir en medio de la madrugada escoltados por un comando de sicarios no fuese extraño. Mi madre muda y gorda, fiel a su amo, sentada en la cocina comiendo mientras nos llevaban. Marina siempre fiel a nosotros, con lágrimas en los ojos, dándonos bendiciones y rogando a mi padre que la llevara con nosotros.
Extrañaba a Marina, me sentaba frente al lago de la casa y observaba la belleza de su reflejo, los cristales del estudio y los libros que nadie leía. Mi padre los compraba para que el día que nos casáramos, yo con un extranjero y tú con la hija de su mejor amigo, supieran que proveníamos de una familia educada. Yo conocía de aviones, de estancias en hoteles y tardes con Marina mientras comíamos mandarinas en la cocina de los trabajadores, pero no de libros. Él no lo sabía, pero mi corazón había hecho un pacto frente a sus narices.
Aunque nadie pueda creerlo, la naturaleza del ser humano es amar. ¿Qué esperaba? Durante años solos tú y yo, vagando por el mundo sin madre ni padre ni Marina. Los escoltas son crueles, Edgar era el único en entender y escuchar. Me dejaba en la entrada de la escuela de Zurich y me permitía escaparme por unas horas. La condición era llegar puntual a la hora de salida. Conocí bien sus calles y me perdía en ellas. Ahí era anónima, una más.
Llegaste esa tarde de la escuela, me hablaste de Héllene, del color de su piel, de sus ojos místicos y cómo es que te emocionaba que fuese una francesa que no tenía los ojos azules ni los labios gruesos. Tiene un diente chueco, perfecta para mí. Guardaste silencio. No soy su tipo, demasiado común. Me miraste fijamente y me diste besos, besos que nadie me dio antes. Hablaste con mi padre al día siguiente.
Desperté, la casa estaba silenciosa. Entré a tu recámara. Tu armario vacío, tu cepillo de dientes no estaba. Pedí a Edgar que me dejara hacer una llamada. Marina, necesito que vengas conmigo, necesito hablar con alguien… Nadie llegó, me dejaste sola y sin entender lo que sucedía. Mi madre gorda y muda llegó en el avión de las siete. Toma tus cosas, no dijo más. Me dejó aquí y yo sin poder entender nada. Nadie habla mi idioma, Edgar ya no está afuera esperándome, Marina ha desaparecido y ¿tú?... Las paredes son frías y el encierro no me hace bien. ¿Es la herencia? ¿Te avergüenza haberme hecho los que me hiciste? No tendrías por qué sentirla. No debiste haberle dicho a papá. ¿Qué habrás dicho?


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Texto: Viridiana Nárud
Fotografía: Alex Majoli





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