Entre monja y escritora
Por Viridiana Nárud
Toda mi
vida, que ya comienza a ser larga, me he preguntado si no debí haber sido mejor
monja en lugar de escritora. En un absurdo ideal, alimentado por la fantasía,
creí que el mundo del celibato, de la abstracción, sería mucho más hermoso que
lidiar con estos asuntos de la carne, del deseo, de la humanidad. Si quería mi
mente encontrar un refugio, me enclaustraba en ese convento imaginario y oraba.
Pensaba cómo la iluminación entraría por mi ventana y llegaría a un nivel de
consciencia, de santidad. Trataba de despojarme de todo aquello que me volvía
humana, esos residuos de una pasión transpirarlos a través del ejercicio hasta que
llegara el olvido.
En un
episodio protagonizado por la sincronicidad, conocí a una mujer que perteneció
a una hermandad y que fue rechazada ya que sus pecados eran grandes, como la
vanidad, o su carisma demasiado débil para continuar su camino. Llena de dudas
la interrogué. Ella se había dedicado a la oración diaria durante cinco horas en
un año. ¿Qué había visto? ¿Qué se había presentado ante ella durante un año?
¿Qué buscaba encontrar en la oración durante cinco horas? La respuesta provocó
que mis piernas sintieran la gravedad y que mi boca se abriera como una idiota.
NADA, no buscaba nada. Lo hacía como una tarea, no como una entrega de su
espíritu.
Recodé mi
escuela primaria, las monjas que me maltrataron, el miedo que sentía de que
dios me viera y cómo me ocultaba de él bajo la cama sabiendo que no podía
porque era omnipresente y omnipotente. Recordé que únicamente había conocido un
alma buena enclaustrada en esos muros, y, que esa misma alma, me había pedido
que diera mi vida por dios. Algo muy parecido a la mezquita roja en Islamabad,
Pakistan.
Después, en
el metrobus, me encontré con un sequito de monjas cansadas por el calor y,
quedé sorprendida al ver cómo una de ellas no se atrevió a tomar asiento a
pesar de su cansancio. En su pecho colgaba la palabra culpa, al menos, yo lo
pude ver. Tenía los ojos de otras monjas en ella, juzgándola, reprimiendo su
naturaleza. Agradecí poderme sentar. Las vi marcharse estaciones después y como
dos de ellas se acariciaban de manera oculta.
Los libros,
la escritura, no me han reprimido, no han pedido que cambie por deber ser “algo”.
Me he sentado frente a ellos y me han mostrado mundos que jamás podría haber
soñado. Encontré a dios a través de Jung y mi propia divinidad. No tuve que
renunciar a mi personalidad ni a mi vanidad para que un libro me aceptara. Así
que, supongo, no existe mayor libertad que la oportunidad de leer un buen libro,
escribir para encontrarme, esperando que la iluminación llegue. Sí, me gusta
pensar en conceptos místicos que hoy en día se ven con desagrado. Me gusta
escribir a pesar de mí y conmigo.
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