Madre Kali

Supongo que a nadie le enseñan a ser madre. Desde la infancia, cuando se es muy pequeña, se gestan víboras en el corazón en donde hacen raíz y sus pequeñas cabezas se elevan hasta el cerebro, esperan a tener un hijo e inyectar su veneno con la lengua. 

Su veneno no es mortal, al menos, no es inmediato. Toma tiempo para aquello que expulsan se meta en el corazón del niño. Se crece confundido sin saber lo correcto y los límites de lo digno. 

Escuchaba a un terapeuta decir que hay madres cactus y que si a un niño se le indica desde temprana edad que ese sujeto lleno de espinas es su madre, busca abrazarlo a pesar del dolor. Es la necesidad la que hace que ese bebé se arrastre en busca de los lados suaves del cactus; es la necesidad la que permite que el dolor comience a ser indoloro. Una herida aquí, una herida allá. ¡Qué más da!

Provengo de una serpiente que expulsa veneno. El veneno entra por una herida que no recuerdo tener. Toco mi cuerpo, ¿dónde está? Las palabras martillo, las palabras serpiente. Mi cabeza, mi memoria... Los recuerdos. Frente a mí Mara. 

En mi corazón el vacío, un desierto rojo de atardeceres fuego. Sentada bajo el árbol. Los caracoles en mi cabeza. Veo a Kali con sus múltiples manos y collares de cráneos. Cierro los ojos. Mi cabeza cuelga de su cuello. 

Cae

      l

        a

          n

            o 

              c

                h

                  e 

                      las estrellas. 







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