Siempre quise un hijo hombre


Siempre quise un hijo hombre

Por Viridiana Nárud

Toda mi vida soñé con tener un hijo hombre. Cuando renuncié a ese sueño, terminé odiando a los niños. Así que cuando mi hermana me dijo que yo sería tía, una extraña sensación me invadió. Primero, pensé en todos los sueños que ella interrumpiría, porque eso se nos ha enseñado. Cuando un hijo llega, los sueños terminan. No hay oportunidades de crecimiento. Después, una gran emoción.

De alguna manera iba a poder vivir el sueño de ser madre, sin rencores, sin compromisos. “Será niña”, dijo mi hermana muy segura, “lo soñé”. ¿Por qué no me ponía tan feliz esa noticia? Soy mujer. La idea de insatisfacción, de ya no jugar con motos, de libertad, me daba vueltas en la cabeza.

¿Por qué una mujer que ha luchado por imponerse, por ejercer su libertad frente a hombres y mujeres, no se alegraba de tener una sobrina? Sin querer, tuve que ir al fondo de mí misma para entender.

Crecí bajo un matriarcado, mi abuela, mis tías, mis primas, mi madre se hacían cargo del hogar debido a una ausencia del hombre. Existía una especie de código secreto en donde el hombre cuando se encontraba presente era para violentar. Mi abuela Isabel, madre de mi madre, siempre que dejábamos su hogar para ir a visitar a mi abuelo, decía con enfado: “Algún día les voy a contar la historia”. Crecí y mi abuela me contó la verdad.

No es que la violencia que mi abuelo ejerció sobre su familia me sorprendiera, sino que en las palabras de mi abuela existía un mensaje oculto, exigía venganza. Mi abuela era esa mujer mexicana dura, impenetrable, incapaz de pedir ayuda. Tenía dolor y yo quería curarla. Comencé a odiar a mi abuelo.

En mi casa, las cosas no eran muy diferentes. En lugar de golpes, palabras. Una madre ausente, triste, meditabunda la mayor parte del tiempo. De una manera inconsciente, vi que todas las mujeres en mi casa, en mi familia, sin importar lo guerreras que fueran en el exterior, en su interior eran miserables. Los hombres no sufrían ningún tipo de karma, ni dolor. Siempre quise ser hombre para ser libre como ellos.

Me vestía de hombre, subí de peso para que nadie pudiera contemplar ni enamorarse de mi belleza física. Todas las mujeres en mi familia habían sufrido de acoso, abuso sexual y sus esposos no dejaban de decirles que tan feas eran, sin importar cuánto se esmeraran ellas para enamorarlos. Eran mujeres tristes las de mi casa. Yo también lo era, aunque me vistiera de hombre.

Llega esa edad en donde los hombres te gustan. En mi caso, era una adolescente gorda, fea, triste... Bajé de peso. Mis padres se divorciaron. Nos mudamos. No había tiempo de sueños románticos. Tenía que crecer. Cuando el caos cesó, ocho años después, estaba enojada, fúrica. Yo también quería venganza. Comencé a cortar cabezas.

Hice todo lo que una mujer empoderada de sí misma hace. Coge sin remordimientos, sin vergüenza. Porque eso hace una mujer fuerte. Pero cuando me encontré con la persona que te vuelve vulnerable, la furia creció y entre placer y dolor corté su cabeza y me fui. Me fui de todos, de mis amigos, de mi familia, de mis amantes, de mí misma.

Después de haber hecho un gran recorrido por mi propio infierno, en donde vi que ese lugar se había creado y expandido con rencores añejos de mis antepasados, comprendí que esa lucha no me pertenecía. Que ser mujer y amar, no me hace menos libre. Sólo me hace un ser humano vulnerable, algo que puede parecer de mal gusto en estos días. Que ser tía de una mujer ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida, porque a partir de ella tuve que reflexionar sobre mi historia y presente. Hoy, como tía, lo único que me queda es transmitirle mi historia de vida, que no se apropie de ella y exija venganza. Porque a partir de su nacimiento mi historia comienza con amor. Ese es el poder y encanto femenino, la capacidad de transformar.
Gracias, Helena, por dejarme reescribir mi historia.  










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