Eduardo

Por Viridiana Nárud

Vi a mi hermano partir hace cinco años. Su espalda erguida, la soberbia de su andar me recordaron aquella tarde en donde, después de varios días de fiesta, vino a recogerme en su Corvette viejísimo. Súbete, que nadie te vea. El piso se movía, vomité la puerta del copiloto. Toma, límpiate la boca, me acercó la franela gris que utilizaba para limpiar el parabrisas en los días de lluvia. ¿Por qué regresaste? Pregunté. El silencio fue interrumpido por la radio. Dos jesuitas asesinadosVictoria para nuestro régimen, anunciaba la voz del locutor. Mi hermano apagó la radio.

Tienes que irte pronto de casa, estiró su brazo para abrir la puerta del copiloto, los dedos de su mano derecha aún estaban completos, me bajé del auto. La costumbre entre mi hermano y yo era verlo partir y reencontrarlo echo pedacitos. Diez años después de nuestro penúltimo reencuentro lo encontraría en otro país, en distintas circunstancias, caminando sobre la acera sin la pierna derecha.

¿Qué nos pasó? ¿En dónde nos perdimos? De niño observaba a mi hermano y pensaba en lo grande que sería, disciplinado, adscrito al Ministerio de Juventudes Anticorrupción por mi padre, la mirada profunda, producto de la combinación de sus ojos oscurísimos y sus cejas juntas, la fuerza de su abdomen que lo convertía en el integrante más fuerte de Ministerio. Un día desapareció y no nos volvimos a ver después de la muerte de mi padre.

Mi madre piensa que llevo toda la noche dormido, no sabe que fui al entierro de mi padre, del incendio y que vi a mi hermano. El mundo aquí es hostil, no tardan en prohibir la música. Comenzaron con las impresiones de reproducciones de “arte”, los cuadritos de frutas mal pintados dejaron de venderse en los super, pronto los tianguis de arte cerraron y las paredes grises sólo dejaban el recuerdo fantasma de los cuadros pintados que el polvo marcó. Los vecinos y mi madre salieron a quemar los cuadros. “La quema de arte” permitiría que el espíritu humano se renovara y dejara de soñar con imposibles. ¡Viva la razón! ¡Qué mueran los dioses! Todo parecía sacado de un libro viejo lleno de clisès. Sin embargo, estaba sucediendo frente a mi casa.

Nadie supuso que el callar toda expresión artística acabaría con espíritu del hombre, mejor dicho, que aún había espíritu dentro de los hombres. Fueron los artistas los primeros en suicidarse, en ser encarcelados y los amantes del arte no cambiaron mucho su destino.  Un día, por generosidad de Ministerio, por su buena voluntad, se pintaron las casas de los vecindarios del mismo color, la uniformidad de los colores hablaba de la unidad del Partido, poco a poco barrios cercanos comenzaron a tener el mismo color.

Todo es confuso, es difícil hablar con cualquiera, la razón del pensamiento positivo no deja espacio para el malestar. Estamos plagados de generaciones muertas, estériles de sentimientos y pasiones, se abandonan a la muerte creyendo que la asepsia del alma es su aniquilación, a cambio de esto tenemos muertos vivientes que se entregan a causas que nadie comprende, pero que todos siguen sin cuestionarse. La comida, la pintura gris de las fachadas gratis puede limitar el confort del hombre.

Mi padre creyó en todas y cada una de las ideas del Régimen, nos entregó a sus sombras y nos dejó en la penumbra de la más íntima y desgarradora soledad. No hay peor condena para un solitario que aquella soledad a la que se le obliga y no desea. El sistema de creencias no sólo pertenece a una sociedad sino también al individuo generando condenas invisibles que persiguen a ciegas a los sujetos. Preguntarse el por qué se cree esto o aquello, de donde proviene cada situación en la cual creemos es la adecuada para nosotros, es una labor sobrehumana y antinatural, esta serie de cuestionamientos incómodos están prohibidos para quienes sólo desean ver la punta de sus nariz. 

Yo sé que hay algo más, lo observo en ese andar entre las personas, sus cuerpos gritan y ni siquiera lo saben. Veo desde esta ventana la ciudad gris, en ella mi hermano ya no está y me pregunto cosas que aún no sé cómo pronunciar.



                                            Leonora Carrington

                                         

 

 

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