Tejocotes y ciruelos

Por Viridiana Nárud

El canto desafinado de una anciana: Aleluya, aleluya… bendito es el que viene en el nombre del señor… La paz sea con ustedes. Después estrechar las manos frente a los desconocidos. Mi padre explicándome porqué los católicos somos la religión universal. Nunca entendí el dogma.

La seducción de Dios. La culpa de la carne, del placer. Dios nos mira en todos lados. ¿Incluso cuando me toco? El cuerpo y la mente divididos. ¿Has estudiado con religiosos? Es como ir a la mezquita roja. Sus tácticas son perversas.

Leer, leer para buscar el amor de Dios. Dudas y extravíos. Dejar de creer en el hombre que cuelga de la cruz. ¿Soy una buena cristina? El deseo por el sexo me consume y la culpa no desaparece. Tendría que crear a mi propio dios, uno vivo.

Crecí observando estrellas, aunque de ellas no sé nada. El reflejo de las luces de la ciudad, anunciando el caos, la furia de la gran ciudad. ¿Cómo es que hacen los citadinos para vivir sin ver las estrellas?

El aroma a tierra mojada, árboles con deliciosos ciruelos, tejocotes que caen y se pudren en medio de jardín. Mi madre acostumbraba a cortar el pasto de nuestra casa mientras Percy excavaba hoyos en los alcatraces. La belleza de la Naturaleza siempre presente. El aire fresco. Mi abuela quitándose los zapatos para pisar el pasto con sus pies hinchados. El aire de la montaña le hace bien a su corazón.

Quedarme acostada junto a los árboles, saber que toda esa inmensidad era mía y yo parte de ella. La niebla llegando a casa. Su vapor cegando el camino. Ahí viene y me sentaba en la puerta de la entrada a verla llegar.

Una casa, un jardín, rosales de colores, alcatraces, ciruelos y tejocotes, un horno de barbacoa, hormigas rojas, garrapatas, caballos, vacas, leche y nata. Una vida en la montaña que jamás olvidaré.

 


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