La maldición de la familia N
Por Viridiana Nárud
Sobre cada
familia cae una maldición. En la mía pesa la amargura. Me someto a ella sin
voluntad, como un destino ciego que nadie cuestiona. No toques. No hables.
¿Otra vez tú tocándote? ¡Ramiro, mira lo que hizo tu hijo! La voz de mi
madre gritando. Aprendí a no verme a no tocarme y ocultar cualquier
sentimiento. La humedad carcome estas paredes como carcomió los pulmones de mi
madre.
La voluta de
humo se eleva sobre mi cabeza rompiéndose sobre las estrellas. Llegaré
tarde. Avisa el comprador en un mensaje de texto. Continúo jugando con el
humo del cigarro. La habitación de Alberto se enciende y una sombra mira por el
ventanal. Tranquilo, Alberto, llegó la hora de despedirnos. Lo saludo
con la mano.
Días después
de lo sucedido, mi madre llamó a distintos chamanes, doctores y brujos. No
había manera de volverlo a vida. Un amigo de ella solía decir que sólo teníamos
nueve días para que su espíritu no dejara esta tierra. Mi madre se encerraba bajo
llave en la recámara de Alberto y comenzaba a recitar palabras muy bajito. Al
mes, mi madre cerró la puerta y puso una cruz en la puerta. Nadie regresa
del mundo de los muertos siendo el mismo.
Aprendí a
jugar a lo lejos y sentir la mirada fija de Alberto. Ven, le grité una
vez. Mi madre salió corriendo y me tapó la boca. No es el mismo. Alberto tiene
vacíos los ojos. Ven, Alberto. Sé libre. Le digo antes de cerrar las
puertas de este lugar y no regresar.
Viajo en el
viejo Mustang de mi padre. La noche y su oscuridad son profundas. Recibo un
mensaje. Eres el siguiente. No hay número. Miro sobre el retrovisor.
Nadie puede regresar del mundo de los muertos siendo el mismo. Alberto y sus
ojos vacíos me miran. Pierdo el control del auto, caemos en el barranco. El
corazón late con fuerza. De repente un oscuro silencio.
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