El muchacho de los ojos tristes
Por Viridiana Nárud
He visto los ojos de mi padre. Mi abuela solía llamarlo el muchacho de los ojos tristes. Con los años, la tristeza comió su cuerpo, su sangre y casi devora también mi vida. Mi padre tuvo su primer hijo a las treinta y tres años. Cuando tuve conciencia del parecido físico y de carácter entre nosotros, pensé que a esa edad tendría que llegar soltera y sin un hijo. He seguido esa línea del Destino para enmendar los errores del padre. Pero, ¿qué vida puede un hijo tener cuando trata de ver a través de los ojos del padre? La visión es única.
De mi padre
aprendí cosas como leer las manos, a mandar todo el diablo, de levantarme a
medianoche por una rebanada de jamón y regresar a dormir; el gusto por las telas,
ver a Barry Gibb cómo icono de la moda en los setenta. Mi padre no trazó un camino
para mí, me dejó la libertad salvaje de conocer mi propio Ser. Recuerdo sus
palabras y dudas: Yo soy el camino… ¿Quién soy? Su catolicismo dogmático.
Sus catolicós universales y su religión única. Mi padre llenó mi corazón y cabeza de
dudas ontológicas que sigo sin poder responder.
Durante mi vida
sólo he visto a ese hombre triste en otros hombres tristes, a mi padre
congelado en una fotografía, en palabras que mi abuela enunció para describir a
mi señor padre. Quizá mi padre no supo ver más allá de la tristeza. Creo que
esta intensidad que a veces me consume es herencia del silencio.
Quiero romper las palabras, significarlas y
dar sentido a mi propia existencia. ¿Quién soy si no soy Viridiana?
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