Una estrella en la ciudad
Por Viridiana Nárud
De la casualidad, se dice, que es el designio de dios. ¿De
uno irascible lleno de deseos que lo someten o de uno que nadie conoce y todos
buscan y que se inmiscuye en todos los planes? A mí me parece que la casualidad
es la expresión del absurdo de la existencia. ¿Por qué tendría que ser diferente
arriba de lo que es aquí abajo? ¿No es también la degradación parte del Plan Maestro? Como la piel de mi tía Eugenia, que estaba marchita a sus
treinta y cuatro años. Deberías ponerte cremas, Eugenia, insistía mi
madre. En mi piel está escrita mi historia y cuando me contaba sus
historias en África como traficante de negros o cómo fue cantante en los Champs
Elysée mientras sacaba un botecito de lata y pedía a los caminantes
una moneda, yo trataba de leer su rostro angustiado y triste que se iluminaba
sólo cuando hablaba de aquel hombre que había vivido entre calle cuatro y nueve.
Toda historia no resuelta regresa eternamente, regresará, lo sé.
Lo invisible nos gobierna, solía decir Eugenia
que se declaraba atea. De niña vi el mal, tal vez dios no exista, pero el mal
tiene ojos de color verde. Cuando le repetí a mi madre las palabras de
Eugenia, dejamos de verla. Para mi madre hablar del mal significaba invocar al peligro. Cuando preguntaba el por qué mi padre nos abandonó, ella sólo respondía: Es el designio de nuestro señor, palabras que repetía como eco satánico. Los días con Eugenia eran mejor
que en casa. Mi madre se comenzaba a convertirse en una fanática religiosa que vivía más en la
casa del Señor, que en su propia casa, lo cual agradezco porque el no saberse
la segunda parte del Padre Nuestro podría detonar en peleas que terminaban en
penitencias forzadas que incluían ayunos de tres días. Sin saberlo, mi madre,
en su camino al cielo se daba pasos al infierno. Vi cómo a plena luz del día
ocultaba bajo sus ropas de gran señora, un lazo lleno de pequeñas púas que
rodeaba su cintura. Aléjame del pecado, señor nuestro, apretó con fuerza su cintura, se dibujó en su rostro una sonrisa y de su garganta salió en pequeño quejido. Como toda pasión en el dolor se encuentra el placer.
Fotografía: Abbas Attar
Después de meses de cargar conmigo. mi madre decidió que era mejor
dejarme en casa. Nuestro señor es celoso. Yo nunca vi que su dios
bajara de la cruz e hiciera una escena de celos. Al final, regresé con Eugenia.
Me sorprendió verla, aparentaba la edad que tenía. Anda con
cuidado, el diablo anda suelto y en estos días de carnaval es mejor quedarse en casa. Pensé que me quería fuera de su casa, su semblante delataba la vitalidad
de un nuevo amor.
Los pueblos son aburridos, no importan sus mitos y leyendas. Nada es real. La tierra en suelo, las piedritas metiéndose en mi zapatos y el sol en el cenit Caminaba, la tierra seca, las piedritas metiéndose
en mis zapatos y el sol en el cenit. Caí entre la calle cuatro y nueve, no sé si fueron los ayunos forzados o la tristeza de no ver a
la tía Eugenia. El carnaval llegaba a su final y las personas regresaban a sus casas embriagada de alcohol, de caos. Su rostro encima del mío, el sol quemaba su silueta, su
respiración tranquila, su aliento a ginebra, sus ojos verdes me miraban directamente.
Te estuve esperando. Después, negro.
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