Carta a un padre fantasma:
Durante años he tratado de saber cómo es un padre, qué es lo que se supone hace con sus hijos y cómo es que ama. Me dediqué a meditar sobre mi infancia y en los pocos encuentros que tuvimos. Casi nunca estuviste en casa. Recuerdo nuestra casa en Xochimilco, las paredes llenas de posters con tu imagen; cuando llegabas de noche a nuestra casa en Huitzilac, la casa que conozco como hogar, y me recostaba en tu pecho a escuchar tu corazón y tripas. Recuerdo ver el mundo cargada en tus hombros en el Bosque de Tlalpan, papito, cárgame, cárgame. Sospecho que eso sólo pasó una vez. Son pocos recuerdos para una vida.
En mi penúltima obra escribí: sólo el amor es la prueba en contra de toda afirmación de que no hay esperanza para este mundo… Concluyo: Si tú me amas y yo te amo, quizá no todo esté perdido. Pero el amor no puede salvar a nadie si no se puede comprender la divinidad que lo habita. Tú padre, no eres un Dios y yo no sé a quién obedezco. Tres recuerdos en la vida de una mujer no pueden marcar su destino ni su búsqueda. He comprendido que tu ausencia me hace libre. Que no existe clan ni familia qué decepcionar.
Conocí a un hombre parecido a ti. Tiene el color de tus ojos, el cabello como tú, se peina como tú cuando tenías esa edad, también es mudo. Lo conozco a través de las voces de otros, como lo he hecho contigo. El amor no salva a nadie. Su flecha debe ser profunda y clavarse en el alma. El amor necesita mantener la ilusión y sueños. Ya no puedo imaginarte, tampoco a él. Soy libre de recuerdos. Los sueños se han ido.
V.
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