Diablo tímido
Por Viridiana Nárud
Si
algo he aprendido es que los demonios son tímidos, tardan en demostrar
sus verdaderas intenciones. Por eso son seductores. Viven en
confusión y nunca logran tomar una decisión si no es impulsada por el deseo o la desesperación. Es entonces cuando se manifiestan. Lo primero que debes hacer
para reconocer a uno es fijarte en su mirada. Nunca ven a los ojos de forma
directa y sus ojos son hermosos, sin un filtro en donde se asome la
maldad, al menos, eso pareciera. Las miradas oscuras son las más humanas, las que más han
vivido, de esas debo uno confiarse. Las clarísimas, brillantes que uno cree de ángel, se encuentran vacías.
Como
toda buena historia en la vida del hombre, ésta ocurrió cuando menos la esperaba. Le
había pedido a mi madre la casa de campo que abandonó después de la muerte de
mi padre. Aunque se negó en un principio, después de dos largos episodios de
depresión accedió a darme las lleves. La
soledad te va a volver loca era lo que siempre decía. Me dio la bendición y
me subí al camión de la mudanza. Nunca sentí tanta felicidad como aquella
tarde. Nos fuimos por la carretera vieja, le pedí al chofer que lo hiciera. Por
una cuota extra accedió. Era otoño, la luz del día acariciaba las hojas de los
árboles. Me perdí contemplando el amarillo escenario de la tarde. Ese era
el único paisaje con el que soñaba. Viaja,
sal de este mundo, conoce otro solía decirme ella con un tono de
reproche. Pero yo no necesitaba más paisajes, todos me parecían iguales. Incluso,
después de mi terapia pude reconocer las diferencias entre uno y otro, pero
adentro de mí nada cambiaba. Comprendía la belleza, mas no la sentía.
Los primeros meses los dediqué a la limpieza. Los recuerdos fueron los únicos que no pude quitar. La chimenea
del cuarto principal aún guardaba las cenizas de los leños que mi padre
encendió antes de su infarto. Me senté ahí y recordé las noches en que después del
trabajo se recostaba en su cama y yo lo seguía para recargarme en su pecho y
escuchar los latidos de su corazón, aunque también escuchaba el de sus tripas y
me daba risa. No era como en las películas, en donde la inmundicia humana quedaba
excluida.
Me senté en el porche, la niebla cubrió la
tierra, la luz de mi entrada iluminaba. Las meditaciones vinieron. No
deseaba morir, sólo no tenía sentido esta lucha. Me era indiferente. Pronto entendí
que en esa ciudad los actos eran inútiles, que la mayor lucha era contra uno
mismo, no contra una bola de vivales en busca del mejor puesto. Éramos esclavos
de la ambición, de la codicia, crecimos creyendo que los seres más mezquinos,
los asesinos que están dispuestos a tomar la vida de otros eran héroes. Pero
nosotros no éramos ni eso, servíamos aquellos que sí lo eran. Yo sólo soñaba con la libertad sin saber lo que pronto ocurriría.
Llegar
a cualquier lugar del mundo era entender que únicamente importaba la foto del museo,
de la galería, de las calles, marcar tu presencia y que todos supieran de ella.
A nadie le interesaba la experiencia de vivir. Poco a poco lo comprendí a
través de charlas fútiles y diálogos inexistentes en bares donde la botella quedaba
tan vacía como yo. Pronto los paisajes más recónditos en donde la creación
humana quedaba desplazada por la naturaleza se volvieron mis favoritos. Al menos,
ahí era parte de un todo. Dejé de sentirme culpable por pensar y sentir como humano.
Aquí el silencio tenía sentido y no era necesario someterlo a interpretaciones.
La luna se abrió paso para iluminarnos con su falsa luz. Un destello en el
cielo que duró segundos en extinguirse iluminaron mis ojos por segundos. Tomé mi lámpara y me dirigí para allá.
Seguí
el camino de pierda para no perderme. A lo lejos vi una casa iluminada, lo que
era extraño. Todos aquí emigraron después del asesinato de la señora de la
tiendita. Lo que provocó que los terrenos perdieran valor y los comuneros
dejaran de interesarse por las tierras. Me dieron ganas de preguntar si habían visto lo
mismo que yo. Sólo que esa casa parecía muerta, como si los dueños hubiesen
prendido la luz antes de irse y ese foco estuviera en resistencia antes de
apagarse en espera de sus dueños. Continúe caminando. El sonido de unas ramas
quebradas me puso en alerta. Apagué mi linterna y procuré calmar mi
respiración. Vaya que uno reacciona de manera inesperada ante el miedo. Pude
haberme quedado en casa y continuar contemplando la noche. La hojarasca seca se
quebraba de forma sutil y cada vez se escuchaba más cercana, el latido de mi corazón fue tan
fuerte que sentí cómo se escuchaba fuera de mí. Una figura ancha, inmensa, casi humana, llena de claroscuros formados por la noche se
irguió frente a mí. Agaché la mirada. Su cuerpo liberaba un aroma a azufre y
sus heridas se recuperaban de forma extraordinaria. Dicen que el infierno tiene
un lugar físico en la Tierra, yo lo encontré.
Siempre
me he sentido atraída por almas viciosas, esas que llaman perdidas, pero este
ser no tenía una. Lo convertí en un mi objeto de observación favorito. Se presentaba
ante mí inmaculado, lleno de una oscura vanidad que lo adornaba. Amanecía
desnudo frente a mí y por esas incompresibles formas del amor, lo adoraba. Hubo
noches en las que él se sentaba en la entrada y sólo veía la luna. Me fascinaba la
idea de algún día conocer sus pensamientos. La falsa idea de su inocencia se apoderó
de mí. Tenía ganas de corromperlo, de hacerlo mío. Enloquecía cada vez que me
tocaba. Era capaz de todo. Me convertí en su esclava. Nadie podrá jamás
entender mi fascinación. No sabía nada de él, pero yo creí poder descifrar los
misterios de su silencio en cada caricia.
Un
día la locura terminó por apoderarse de mí. Le pedí que se fuera. Lo hizo sin
necesidad de ruegos. Encloquecí más. Necesitaba rogarle, esa súplica me habría
hecho creer que en algo le importaba. En la noche fuí en su búsqueda. Me hinqué
frente a él, le rogué que nunca se fuera. Mis ojos estaban llenos de lágrimas y
mi corazón guardaba la más grande desesperación. Un amante siempre es un esclavo y yo soy tuya. Sólo tuya. Le dije besando
cada poro de su piel. No sé por qué cuando uno se enamora se despierta algo,
hasta ese momento desconocido, que cree morirse ante el abandono del otro. Pero
él no me abandonaba, sólo no me quería. Cansada
de este vacío tomé mi auto y conduje sin rumbo durante horas. La carretera y el
sonido del motor me anestesiaban. La rabia que despierta la desesperación de no
saberse amado te hacen desear la muerte.
Regresé a casa. Dispuesta a irme. Él me
esperaba en la entrada. Sentí el peso del universo en mi pecho. Dudé en bajarme
del auto, probablemente fue la única oportunidad real que tuve para escapar. Lo miré, supe mi deber. Mis deseos me regresaron a él. Me tomó de la cintura,
la desesperación lo guiaba, besó mi cuello y después mi boca. Tomé su mano y la
puse en mi pecho. Siente este corazón que
solo late para ti. Terminada la oración
se alejó. Era marioneta de sus deseos. Lo que él quisiera cuando quisiera era
mi meta de vida. Si me miraba, entonces, cantaba durante el día; si en la
noche olvidaba esa caricia me extraviaba en terribles pesadillas. Él es la
costumbre de la que no puedo escapar, el sentimiento que se apodera de mí y me
sumerge en la locura haciéndome creer la mujer más poderosa en la Tierra. Guardo la
costumbre de perderme en sus caricias porque en ellas descubro la razón del
universo.
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