Nadie podrá quererte por más de setenta y dos horas
Son las once de la noche, mi amigo se ha ido. A manera de súplica ha respondido lo que ningún hombre ha podido explicar. ¿Por qué alguien podría quererme? Recuerdo el título de intento de novela que escribí hace años: Nadie podrá quererte por más de setenta y dos horas. Siempre me ha habitado la sensación de que si alguien pudiera verme bien terminaría yéndose para siempre de mi vida. Así que me oculto. Me escondo dentro de mi casa y no permito que nadie entre.
Hay sensaciones que se aprenden en la infancia. Yo aprendí
la vergüenza de ser. Sea lo que sea no importan los años y los cambios que
pasen, la vergüenza se ha adueñado de mí. Se ha vuelto soberana de mi voluntad.
¿Por qué cualquiera en el mundo podría quererme? Mi padre solía decir
que ni el Santo Papa se atrevería.
Desde muy niña aprendí que el amor es un mérito que debe
ganarse. Se trabaja sobre aquello que eres y que el mundo no desea. Usted, decía
mi terapeuta, está esperando a tener el coche, la casa, el dinero en el
banco para la quieran. Pero usted basta. ¿Pero qué es eso que basta? Soy
algo que se llena y vacía en la duda. ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello? No
tienen fin.
Dejé de verme a mí misma para vestirme de Deseo, pero éste pide
más, por su naturaleza tiene hambre, es insaciable. Entonces, me encierro en
mí. Ortega y Gasset dice que uno puede meditar respecto al amor cuando se
encuentra en su ausencia. Yo sólo hablo del fantasma que ha creado su ausencia.
Son las once veintiséis. Estoy cansada. Detengo el diálogo
que me habita. Quiero dormir.
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