Flores de tumba

 Por Viridiana Nárud

Mi padre dibujó un mundo de utopías y promesas sin cumplir. Ha muerto el día de hoy a las diez cincuenta de la mañana. La bocina del megáfono que pasa puntualmente a las veintitrés horas frente a mi casa, lo anunció. J. L. ha muerto en paz…

Salgo a caminar por la calle solitaria. Las luces de las casas se apagan a las doce en punto. Ni un minutos más, anuncia también el megáfono. Cargo una linterna para poder regresar. A penas puedo respirar. Si observas la calle de manera regular, sabes que después de las doce en punto la Guardia no regresa. Sólo bastó levantar a unos chamaquitos, golpearlos hasta morir para que la gente conociera el miedo y se quedara en encerrada.

El aire fresco huele a humedad. La lluvia se acerca, las primeras gotas caen sobre mi piel. Me detengo frente al número cincuenta y tres de la calle Magdalena. La casa está en ruinas. Entro y miro el cuerpo de mi padre. Mañana harán su levantamiento las autoridades. Su esposa e hijos no han llegado y no han colocado una sola flor junto a su cuerpo. Prendo un cirio y rezo junto a él. Miro su nariz recta, las arrugas de sus ojos viejos y sus manos toscas. Miro a mi padre fijamente. No lo reconozco. Unos pasos se escuchan sobre la madera. Me escondo tras la puerta. Mi hermano también vino a verlo.

No te asustes, soy yo.

                Sólo vine a dejar estas flores.

Los lirios perfuman la habitación. Las coloca a los pies de nuestro padre.

                Creí que jamás moriría.

No digo nada. Tiene marcas en la cara y le falta un dedo en la mano derecha. Se para junto a su féretro, lo mira intensamente, la luz de la llama dibuja distintos rostros sobre mi hermano.

                Le han quitado los ojos… ¿Traes una moneda?

Saco del bolsillo de mi pantalón una moneda y se la entrego.

                Los hijos de perra olvidaron ponerle su moneda… No podrá cruzar el otro mundo.

Trata de abrir la mandíbula de mi padre. El rigor mortis lo impide. Coloca la moneda entre sus manos.

                De algo le ha de servir.

Sale de la habitación sin decir nada. Miro cómo se aleja. A lo lejos recuerdo su belleza, su espalda recta y soberbia al caminar no lo abandonan. La noche es fría. Entro de nuevo a la casa. El cirio se ha consumido a la mitad. La única manera de cruzar al otro mundo es colocando una moneda sobre la lengua del muerto. La muy perra de su esposa no quiso colocarla. Enciendo los últimos cuatro cirios. Salgo, cruzo la calle y me siento sobre el pasto. No pienso regresar esta noche a casa.

A las cuatro de la mañana comienzan a verse las primeras llamas arder. A las cinco de la mañana el fuego se levanta y la casa es un espectáculo de carbón y llamas. Una suave lluvia cae. Los bomberos llegan a las siete de la mañana. A esa hora ya es legal estar en la calle. Quedan cenizas y dos pilares de madera sobre el porche. Regreso a casa, la brisa sobre mi rostro, una sonrisa.




 Foto: Graciela Iturbide

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