Milagro
Por Viridiana Nárud
Muchas fueron las veces
en espera de un milagro. Miraba fijamente el reloj y pedía que antes del último
segundo del final del día, Dios se manifestara. Entonces, me recostaba en mi
cama y me encogía con las cobijas sobre mi cuerpo. Recuerdo que antes de cambiar
mi cama de lugar entreabría las cortinas para ver las estrellas. Nada pasaba
pero era una necesidad ver al cielo. Muchas veces me imaginé viviendo algo extraordinario, una iluminación divina. Pero la fe nunca es
completa y mis fantasías eran interrumpidas por los gritos de las recámaras de al
lado.
Los pasillos eran estrechos,
la madera se levantaba, si no llevabas zapatos, muy probablemente una astilla
se enterraba en la planta del pie. Las paredes se encontraban tan juntas que
podía escuchar la respiración de todos al dormir; las paredes pintas con residuos
de pintura. Un lugar que no conoció la gloria. A la gente como yo nos
desechaban como basura. Algunos, teníamos oportunidad de tener un hogar de cuatro
metros cuadrados y una cobija que nos cubriera de los duros inviernos. Muchos llamaban
paraíso a mi infierno. Al levantarme todos los días, rezaba medio rosario,
jamás logré terminarlo, pensar en no ser la primera en la ducha y terminar bañándome con agua fría, me alejaban de mi fe. Así que prefería darle prisa al mal tiempo.
Llegó de la nada, mientras le servía el desayuno,
vi que leía Los libros Proféticos de William Blake. Yo los vi unas semanas atrás en la librería, era la máxima obra de arte a la que podía aspirar si me dejaban
buenas propinas. Él leía descuidadamente el libro, incluso, llegó a tirarle
gotas de salsa. Para mí era un sacrilegio que uno de los máximos libros de la
historia se tratara con tanta desdén; en los breves tiempos que tenía de
descanso me paraba atrás de él e intentaba leerlo. Al pedirme la cuenta me dijo haber notado que durante esas dos horas no logré alejar mi vista del tomo. Prometió
que al terminarlo regresaría para regalármelo. Sonrojada sólo encogí los
hombros. A la semana volvió. Vi su cabello caoba aparecer en la entrada desde
el aparador de los postres, elegía con cuidado dos de los más caros. Supuse que
tenía una pareja. Los serví con una sonrisa creyendo que en algún momento me
reconocería. Ni siquiera levantó la mirada. Al salir, un coche lo esperaba y se
marchó.
El placer de hojear los
libros se detuvo por un tiempo. Mi amargura y la espera de volverlo a ver, me
consumieron y preferí ir a caminar al parque cerca del trabajo. También ahí
miraba las primeras estrellas del anochecer y les hacía tantas preguntas, como
si en algún momento pudieran responderme. El tiempo me enseñó que las estrellas
son mudas. Pero yo insistía, el por qué era la interrogante constante. ¿Por qué
pasar hambres si trabajaba en un restaurante que tiraba comida todas las noches?
¿Por qué si mi inteligencia era superior a la de muchas en el poder, yo era una
simple mesera? ¿Por qué mi padre nos había abandonado y antes de irse nos dejó
en la calle, obligándonos a mi madre, hermana y a mí a tomar vidas separadas?
Un día, el último en el que trabajé en ese
lugar, llegó. Sin verlo a los ojos tomé su orden, creo que él tampoco levantó
la mirada de la carta. Traía el mismo libro y aunque con menos sorpresa que la
primera vez, llegaba a detenerme para saber en qué página iba. No avanzó muchas
desde aquella ocasión. Pretensioso y
arrogante. ¿Cómo en todos estos meses no logró avanzar más de diez páginas? Eso
era lo que pensaba mientras me pedía que le sirviera una y otra vez tazas de
café. Al final, me dijo: No he olvidado lo prometido y se marchó dejando una mísera propina. Así que en todo este tiempo siempre me reconoció y sólo no quiso
saludarme. Dejé el trabajo y mi
compañera me dijo que jamás regresó. ¿Por qué se había cruzado en mi camino y decidido
hacerme una promesa que no cumpliría?
Miro el reloj nuevamente.
Las cosas no han cambiado mucho. Antes de dormir pido con toda la fe que me
queda que algo cambie. Cierro los ojos; despierto; rezo medio rosario y soy la
primera en la fila del baño para alcanzar agua caliente.
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