Los invisibles
Por Viridiana Nárud
El reloj marcaba las diez de la noche, la casa estaba fría, llena de humedad, parecía esperarme. Me senté en el sillón junto a la puerta de la entrada. Escuchaba el transito al exterior de la casa, las voces vecinas que iban y venían. Me levanté, fui a la cocina, prendí fuego y puse una tetera para calentar agua. Me di cuenta que no estaba sola.
Durante noches anteriores se escuchó una gotera caer sobre el piso seco, el sonido era constante y seguido hasta el punto que se convirtió en un sonido sordo. La fuente, en medio del jardín, había permanecido apagada y seca durante cinco años, esto no cambió con el tiempo. Desde su partida la casa comenzó a llenarse de frío, de plantas que crecían de manera caprichosa y de abandono. Me era difícil levantarme en las mañanas, lidiar con el sol, con la idea de un nuevo día. Cerré las cortinas, detuve el tiempo.
El silbido del agua hirviendo me alejó de mis pensamientos. Apagué la hornilla de la estufa, puse un sobre de té de canela y mi mirada se detuvo en aquel punto fijo de donde provenía el sonido del agua. Comencé a verlo. A Daniel siempre le resultó extraño mi forma de comunicarme con los Otros. Él no entiende que el mundo está poblado de Invisibles. El agua caliente comenzó a quemar mis piernas. Había dejado caer la taza sin querer sobre la mesa y el agua escurría suavemente.
La muerte no existe, es sólo transformación de la materia… Jamás volveremos a ocupar este cuerpo, pero tú y yo siempre nos encontraremos… Mi manera de explicarle a Daniel la realidad de los enamorados mas que romántica le pareció absurda. Estamos en un eterno retorno, jamás podremos separarnos. Esto último le asustó.
Antes de su partida me encerré en mis estudios, cada día me encontraba más abierta a los indescriptible e inefable de la vida, por el contrario, la vida comenzó a ser imposible de habitarla. La gente que se esconde tras las máscaras creyendo que jamás nadie podrá verlos. Su rostro adornado no puede ocultar los secretos del alma. Sólo tienes que ver directamente a los ojos de una persona para saberlo todo.
Todo me parecía absurdo: la fama, el reconocimiento... ¿qué era todo esto por lo que la gente peleaba? Daniel me prohibió leer, era imposible tratar conmigo con tantas ideas en mi cabeza. Lo que él no pudo
entender es que la vida está gobernada por aquello que desconocemos, que es el
inconsciente lo que toma rienda de nuestra y una parte mínima de nuestra existencia logramos
llegar a la consciencia. Nadie puede gobernar sobre los latidos y el ritmo del corazón.
En casa todo se llenó de oscuridad. Pronto comencé a escuchar aquello que debe permanecer en silencio.
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